Desde que se estrenó en Netflix la serie documental Juan Gabriel: Quiero, debo y puedo, el público —y me incluyo— hemos quedado con el corazón apretado. No solo porque volvemos a escuchar su voz y ver su sonrisa, sino porque por primera vez se confirma, de manera documentada, la verdadera causa de su fallecimiento.
Según relata su hijo Iván Aguilera, y se confirma en el propio documental dirigido por María José Cuevas, Juan Gabriel decidió no someterse a una segunda operación de válvula cardíaca, pese a que los médicos le advirtieron que era necesaria.
Su primera intervención fue en 2014, cuando pasó dos meses hospitalizado en Las Vegas tras una fuerte crisis de salud. Aun así, él —siempre necio, como bien lo describen sus amigos— se resistía a ir al hospital incluso cuando ya tenía los labios morados.
El resultado fue trágico: dos años después, el 28 de agosto de 2016, el Divo de Juárez falleció en California a los 66 años, dejando tras de sí una obra inmensa, pero también una sensación de despedida planeada. El documental muestra cómo grabó duetos, escribió discos y hasta su propio adiós, consciente de que el tiempo se le terminaba.
“Porque si ya no me vas a ver…”, le dijo a un amigo pocos días antes de morir.
Yo, Elisa, no pude evitar sentir escalofríos al escucharlo. El hombre que nos enseñó a amar con canciones sabía perfectamente que su historia estaba llegando al final, y decidió dejar todo listo para nosotros: su música, su imagen y su legado eterno.

